
Hace algunos años nos convencieron que era signo de modernidad o cultura de los irremediables nuevos tiempos el continuo cambio de trabajo u empleo. Nos dijeron que se acabó el tiempo en el que uno entraba de modesto dependiente en un comercio y se jubilaba en este. Nos dijeron de la necesidad de formarse continuamente para migrar sin desmayo de un empleo a otro. Nosotros a duras penas y aún a pesar de la zozobra de tener que aceptar vivir con la disyuntiva de tendré o no un trabajo para dar de comer a los míos, aprobamos crédulos las propuestas. Nuestro acto de fe comportaba romper con cierta cultura mediterránea que suponía vivir con lo justito pero en la certeza de llegar a la jubilación con unos ingresos seguros y, por el contrario, entrar en un mundo en el que nuestras recién inoculadas ambiciones consumistas serían colmadas con puestos de trabajo inestables pero siempre al alcance de nuestros esfuerzos. Ese acto de fe suponía –al menos- tres certezas a las que no renunciar: la primera de ellas es que pensábamos que ante el despido de un trabajo continuaríamos –al menos- con los mismos amparos legales, que las indemnizaciones por desempleo estarían garantizadas al mismo nivel, que la anhelada pensión de jubilación la percibiríamos cuando aún tuviéramos salud para disfrutarla. Nuestro acto de fe, nuestra confianza ha sido frustrada . Ante lo cual no existen terceras vías. O callar y asentir o protestar con una sola voz, la que en derecho y en justicia nos permite una HUELGA GENERAL.