Con la fatiga propia de la edad, enfilo por enésima vez la cuesta de San Andrés, tras de mi, dos jóvenes charlan animadamente. Acostumbrado en este tramo de la pendiente a su paisanaje a sus idas y a sus vueltas, a la adolescente compañía proveniente del colegio del mismo nombre de la calle, casi no les presto atención, pero hoy es distinto.
Dice una chica: “pues mi padre ha sido albañil y nunca ha ganado eso que dicen algunos”, “Ea, fijaté”, dice la otra, al padre de la Vanesa, le han rebajado el sueldo una “burrá”, el hombre es camionero, se tira días enteros en la carretera, suele venir reventao y bastante triste. Tras las últimas palabras, la curiosidad me venció y miré tras de mí. ¡Sorpresa! No tendría más de 12 o 13 años. La edad del pavo, de la frivolidad, de la adolescencia pura y dura, y a pesar de ello, hablaban con sentida preocupación, con información, valorando la situación.
En otro momento si alguien me lo hubieran contado, naturalmente no le hubiera creído, pero eran mis ojos y mis oídos los que me facilitaban información fidedigna. Nuestros niños, esos a los que siempre hemos sobreprotegido, incluso mentido si era necesario, están al corriente de las mil y unas angustias e incertidumbres de nuestro cotidiano acontecer. Nuestros niños, esos niños de barrios humildes que van a padecer en carne los recortes del sistema educativo, la angustia y el desconcierto sobre que estudiar y que salida puede tener, a los que se les va a conculcar la posibilidad de cursar estudios universitarios salvo que sean unas lumbreras. Nuestros niños, obligados a crecer, en un “pispás”, a hacer de la adolescencia un suspiro, de la ingenuidad y la inocencia un sueño de un par de noches. Nuestros niños, de arrugas prematuras por la preocupación. ¿Qué hemos hecho, que han hecho con nuestros niños?
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