La navidad es
nostalgia, es añoranza, es recuperar de ese rincón perdido de la
memoria, los buenos deseos y no me refiero a esos tales como:
quitarse de fumar, adelgazar, hacer deporte, que puede que estén muy
bien, sino los de calado: ser mejores personas, más honrados,
honestos, sinceros, generosos, solidarios. Creo que siempre hay una
oportunidad para todo y posiblemente, en el invierno profundo, en el
recogimiento obligado del hogar, tras los cristales empañados es ese
oportuno momento para la reflexión, recomponer nuestro ánimo y
aspiraciones más elevadas, reconvenir y avenirse con nuestros
mejores deseos, realizar ese viaje a lo nuclear, al centro mismo de
nosotros mismos, a ese punto donde la fragilidad y la fortaleza
conviven en extraña armonía, donde la melancolía y la esperanza
comparten un mismo lenguaje, donde la pobreza parece sublimarse y el
derroche se impone en hipocresía.
Me gusta la Navidad,
pero no la Navidad ñoña, hipócrita menos aún ese esperpento
resultante de la vorágine de los mercaderes. Tampoco me gusta la de
los rituales vacíos, la de las tradiciones sin interiorizar, la que
pretende menoscabar la inteligencia de las gentes, las celebraciones
en el limbo. Me gusta la Navidad, sí, la de la tradición en la que
crecí, la que compartí con mis mayores, la que ardo en deseos de
compartir con mis hijos, con mi familia, la que forma parte de mis
creencias y de mi fe, y aunque si así no fuere, habría que
inventarla.
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