Al principio...


Vivimos, o así me parece, una época un tanto convulsa y necesitamos o mejor: necesito obligarme al ejercicio gimnástico, y no precisamente al estético sino al ético. Necesito hacer ejercicio de prudencia, de templaza, de fortaleza, de responsabilidad, de rigor, de entereza, aunque también de arrojo, de esfuerzo, de audancia, de ardor y de quién sabe cuantos otros "músculos" que pueda tener atrofiados. Este espacio, esta "quinta columna" tiene vocación de "banco gimnástico" y por más barbaridades que escupa o vomite, tibiezas por los que me deje llevar o lisonjas merecidas o inmerecidas regale, será mi cuerpo, será mi alma la que habrá de sufrir o gozar. ¿Religión, filosofía, salud mental? Que cada cual coja su "banco" o su cruz y participe con ilusión de la olimpiada de la vida.



domingo, 31 de octubre de 2010

Plaza de Santa María.

Mi infancia y mi adolescencia compartió sitio con los siempre frágiles naranjos de la Plaza de Santa María. Vivíamos en la calle Montero Moya, a las espaldas del Obispado. La Plaza fue siempre una extensión de mi hogar. Se cobró jirones de piel de mis rodillas y la sangre de alguna herida, incluso lagrimas por la ausencia estival de mi primer y único amor. La plaza me dio todo lo que poseía: el olor del azahar (los magnolios aún no levantaban un palmo), su quietud en horas intempestivas, se hizo atalaya de la curiosidad infantil, refugio de esquivo adolescente. La Plaza, lugar de encuentro y despedida y estancia calibrada. Acogedora del pobre por sus piedras gastadas, distante del rico que sólo se limitaba a pasear su soberbia. La plaza era distinta según el lugar donde te sentaras:, de niño en las escaleras y los pinetes, de adolescente desafiante retrepado sobre las puertas de hierro, en mi primera juventud sentados en los poyetes tras los naranjos. La efímera existencia de las piletas fue suficiente para acompañar al niño que jugaba con las avispas. La Plaza te preparaba para entrar en la Catedral, hacia las veces de baptisterio, donde el sacramento se hacia de luz, color, aromas, sonidos que presagiaban a la Gran Custodia.

Mi plaza, nuestra plaza era lugar de encuentro, de vecindad, amistad, primeros amores, como ya dije: sala de estar de las modestas viviendas de alrededor, lugar centenario donde seres vivos echaron raíces. Una pléyade de pequeños propietarios sin escrituras han sido despojados de parte de su hogar, dicen que la han adquiridos unos tales "progreso" y "turismo", gente de mirada efímera y paso rápido con billete para la catedral.

Habéis querido arrancar y poner precio a mis recuerdos, pero jamás, jamás conseguiréis arrebatarme mis vivencias en la Plaza y Catedral de Santa María de la Asunción.

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